El ritmo febril del trabajo se erguía diariamente entre las copas espesas, su himno afanoso cuchicheaba entre las hierbas, tableteaba sobre los troncos o se elevaba estremeciendo el aire. Cuentan que, en medio de este reino laborioso, había un pajarito carpintero que nunca hacía nada, y que de tanto no hacer nada, se cansó. Por eso sus amiguitos y parientes le llamaban con sorna:
¡MAESTRO!
Sí, este pajarito era un verdadero maestro... ¡un
maestro de la vagancia!
El verdadero nombre del emplumado era Piquiocioso.
Vivía —si a eso se llama vivir— de la caridad pública, y, como el
desdichado ni siquiera había construido su casa, cada
noche estaba obligado a pedir
posada en el nido de algún familiar o amigo generoso. Lastimosamente para él,
la hospitalidad no se contaba muy a menudo entre las virtudes de los suyos. Por ello, en muchas ocasiones, los carpinteros encontraron
a Piquiocioso tiritando de frío, al pie de
los árboles, tapado a duras penas con una hoja o envuelto en una
alfombra de musgo. Compadecidos de su miseria, los pajaritos suspiraban, y luego... seguían su camino. Muy cerca de donde
vivía nuestro haragán, Gringopico —un pájaro extranjero— había edificado un magnífico palacio. Su mansión estaba
localizada en lo alto de un abeto. ¡Era de verla: brillaba desde el
sótano a la terraza! Sus pisos tenían el lustre dado con la cera de la colmena vecina, las ventanas estaban
engalanadas con vidrios de luna y cortinas de nube; en tanto que las paredes de
la fachada y del interior, lucían los colores de las plumas del pavo
real. Cualquier monarca de los árboles, gustoso, habría trasladado su corte a esa
dependencia fastuosa.
Gringopico, pajarito de ojos azules y plumaje
rubio, estaba de viaje. Sus negocios le obligaban a dejar el país de los
carpinteros por unos meses. Por esta razón, en una parte visible de su morada,
colgó el siguiente letrero:
PARA
CARPINTERO SOLO O
MATRIMONIO SIN NIÑOS
ARRIENDO
NIDO DE LUJO
Piquiocioso tuvo conocimiento de la oferta y, rápidamente, cosa rara en él, se presentó ante el dueño de la mansión. Antes de que éste usara el pico, nuestro
amiguito se presentó diciendo:
—Soy el inquilino que usted busca. Soltero, sin
compromiso, trabajador y, sobre todo, muy cumplido en los pagos. Además soy
sincero, no fumo, no soy charlatán, no...
Tanto habló en bien de sí mismo, que desde ese día
escasearon las virtudes. La presentación labiosa de Piquiocioso acabó por convencer al extranjero y, sin más averiguaciones, le arrendó el departamento en
tres lombrices contantes y sonantes.
Sacando fuerzas de su vagancia, el haragán
consiguió abonar el precio pedido y pronto estuvo
pavoneándose en su lujosa vivienda. En poco tiempo, aprovechando la primavera,
su plumaje y sus cantos, Piquiocioso se convirtió en el ídolo de muchas
pajaritas. Ellas facilitaron su vida de hippie, pues con el objeto de
agradarle, cada una le proporcionaba el mejor manjar que podía obtener. Piquiocioso llevaba una vida de príncipe.
Así pasaron varios meses, pero el día menos
pensado, sin atinar defensa, se dejó atrapar por una hermosa damita
llamada Piquibella. De este matrimonio nacieron tres simpáticos polluelos. Afortunadamente, el nido arrendado disponía de varios dormitorios y en ellos se instalaron los herederos.
Al ir creciendo, los tres polluelos se convirtieron
en tres pilluelos. Sí, hacían diabluras.
En una ocasión, cuando los
tres hermanos tomados de las alas patinaban velozmente por el corredor, no pudieron detenerse el momento en que su madre salía del
dormitorio a la sala... ¡zas! ¡pum! Fue una catástrofe. Los tres hermanos se
estrellaron contra el gran ventanal; un rocío de vidrios cayó sobre la sala
cubriéndola de nieve, mientras las avecitas inquietas se retorcían contra el piso. Afuera, la luna reía burlona con su boca
de plata.
¿Y su madre? ¿Dónde estaba su madre? ¿Qué le había
ocurrido? Las únicas señales de ella se
despedían emplumando el aire.
Angustiados la buscaron por toda la casa, bajo las sillas, las mesas, las alfombras... nada. De pronto, sobre sus cabezas, y muy cerca del ventanal roto, los pequeños escucharon un aleteo quejumbroso. Al levantar la vista, con asombro descubrieron a Piquibella clavada en el techo. Los carpinteros intentaron trepar por la cortina para ayudarla, mas lo único que lograron fue desgarrar la tela espumosa y blanda. Sin darse por vencidos, se agruparon para decidir la manera más efectiva de bajarla, pero cuando a uno de ellos le vino una idea luminosa, el cuerpo pesado de su madre la apagó, aplastándolos contra el suelo. El castigo no se hizo esperar. Piquibella —que de bella ya no tenía ni el pico— armada de un plumero propinó una tunda a sus pilluelos.
Angustiados la buscaron por toda la casa, bajo las sillas, las mesas, las alfombras... nada. De pronto, sobre sus cabezas, y muy cerca del ventanal roto, los pequeños escucharon un aleteo quejumbroso. Al levantar la vista, con asombro descubrieron a Piquibella clavada en el techo. Los carpinteros intentaron trepar por la cortina para ayudarla, mas lo único que lograron fue desgarrar la tela espumosa y blanda. Sin darse por vencidos, se agruparon para decidir la manera más efectiva de bajarla, pero cuando a uno de ellos le vino una idea luminosa, el cuerpo pesado de su madre la apagó, aplastándolos contra el suelo. El castigo no se hizo esperar. Piquibella —que de bella ya no tenía ni el pico— armada de un plumero propinó una tunda a sus pilluelos.
En otra ocasión, mientras las ranas rendían culto a la lluvia con sus voces remordidas, los pequeñuelos no resistieron el deseo de ensayar su oficio. El pajarito menor, un diablillo que lucía un pico largo, largo, imaginó que era Picasso y, sin pensarlo dos veces, con el esmalte de uñas de su madre embarró la fachada y los interiores. Al mismo tiempo, sus hermanitos, maestros del berbiquí, martillaron incesantemente los picos sobre las paredes del inmueble, llenándolo de viruelas. Tantos huecos hicieron estos oficiales mayores, que su padre, sin distinguir la entrada del nido, se quedó atorado en uno de ellos. Cuando Piquiocioso logró salir de ese enredo, sus hijos disfrutaban el sueño angelical de la niñez.
Entre tanto, Gringopico
gozaba de las cuantiosas entradas producidas por sus propiedades en arriendo. Ellas, en su viaje de negocios y, por
supuesto, de placer, le habían costeado los
mejores hoteles, los recorridos turísticos y gastos de toda índole. Cansado de
tanto disfrutar, el pajarito rico decidió volver.
Así, una mañana fría de otoño, en el vuelo
procedente de Yanquiave, retornó Gringopico. El
mister, apenas llegó, antes de bajar sus maletas y saludar con los suyos,
corrió en busca del inquilino y la propiedad. Al primero lo
encontró atareado en sus ronquidos.
— ¡Mi propiedad! ¿Qué ha hecho Ud. con mi
propiedad? —gritó desconsolado el extranjero al mirar la destrucción.
Piquiocioso despertó sobresaltado. Cuando trató de articular palabras en su defensa, Gringopico le cortó diciendo:
— Ud. desocupa mi
departamento o le demando en la Oficina de Inquilinato.
— ¡Pero señor, mis hijos, mi esposa!
— ¿Hijos? ¿Esposa? Yo
arrendé mi propiedad a un pájaro solo y no al Director de la Casa Cuna.
— Pero... pero...
— No hay ningún pero que valga. Si hasta las dos de
la tarde no ha desocupado el nido,l o haré
desalojar con la policía.
El plazo dado por el propietario se cumplió y como el inquilino no había hecho
nada por desocupar el departamento, aquel acudió a las
autoridades.
A las seis de la tarde, el Comandante Lechuza y
varios gendarmes, sin hacer caso de las súplicas
de Piquibella ni del llanto de los polluelos, arrojaron las pertenencias de la familia
en medio del pasto. El pájaro rubio, muy satisfecho, ordenó de inmediato la reparación
de su vivienda.
Afuera, en tanto que el viento hacía crujir las
ramas y la lluvia helaba los troncos, Piquibella,
desesperadamente trataba de cubrir a sus hijuelos. Todo era inútil: el frío les
carcomía sus plumas. Por ello, la pajarita dejó escapar una lágrima
tibia y amarga que se deslizó
sobre su pechera de terciopelo.
Fue una noche interminable y triste para esa
familia obrera. El que más sufrió, sin duda, fue
Piquiocioso. Toda la velada la pereza paseó burlona por su mente alada. El
reclamo interior se entrecortó punzante en la inutilidad de su pico,
encendiendo una decisión rabiosa. Al amanecer, nació un nuevo Piquiocioso.
AI despuntar el alba se dirigió hacia un hermoso
pino y en él repiqueteó su martillo incansablemente.
En breve estuvo terminando el
dormitorio nupcial y las piezas de los niños, la sala, el comedor y todos los
servicios. Con ímpetu incontenible alcanzó una estrella y en ella se apoderó de cristales jaspeados que resplandecieron luego en sus
ventanas. Su entusiasmo no quedó allí. Piezas de raso musgoso y retazos de
niebla conformaron los cortinajes y el
parqué del piso brilló más que el sol.
Gozoso, bajó a comunicar su obra a Piquibella que aún
dormitaba entumida y triste.
Al escuchar la buena nueva, la alegría abrió el pico de
todos en carcajadas desiguales. Reían la dicha de poseer su casita propia y un
padre trabajador.
*Cuentos - Colección Premio. Subsecretaría de Cultura del Ecuador. Cuentos premiados en la concurso del Diario "El Mercurio" de Cuenca en 1974. Ilustraciones: Nelson Jácome. Ministerio de Educación y Cultura, 1982
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