domingo, 17 de junio de 2012

PIQUIOCIOSO




El ritmo febril del trabajo se erguía diariamente entre las copas espesas, su himno afanoso cuchicheaba entre las hierbas, tableteaba sobre los troncos o se elevaba estremeciendo el aire. Cuentan que, en medio de este reino laborioso, había un pajarito carpintero que nunca hacía nada, y que de tanto no hacer nada, se cansó. Por eso sus amiguitos y parientes le llamaban con sorna:

¡MAESTRO!

Sí, este pajarito era un verdadero maestro... ¡un maestro de la vagancia!

El verdadero nombre del emplumado era Piquiocioso. Vivía —si a eso se llama vivir— de la caridad pública, y, como el desdichado ni siquiera había construido su casa, cada noche estaba obligado a pedir posada en el nido de algún familiar o amigo generoso. Lastimosamente para él, la hospitalidad no se contaba muy a menudo entre las virtudes de los suyos. Por ello, en muchas ocasiones, los carpinteros encontraron a Piquiocioso tiritando de frío, al pie de los árboles, tapado a duras penas con una hoja o envuelto en una alfombra de musgo. Compadecidos de su miseria, los pajaritos suspiraban, y luego... seguían su camino. Muy cerca de donde vivía nuestro haragán, Gringopico —un pájaro extranjero— había edificado un magnífico palacio. Su mansión estaba localizada en lo alto de un abeto. ¡Era de verla: brillaba desde el sótano a la terraza! Sus pisos tenían el lustre dado con la cera de la colmena vecina, las ventanas estaban engalanadas con vidrios de luna y cortinas de nube; en tanto que las paredes de la fachada y del interior, lucían los colores de las plumas del pavo real. Cualquier monarca de los árboles, gustoso, habría trasladado su corte a esa dependencia fastuosa.

Gringopico, pajarito de ojos azules y plumaje rubio, estaba de viaje. Sus negocios le obligaban a dejar el país de los carpinteros por unos meses. Por esta razón, en una parte visible de su morada, colgó el siguiente letrero:

PARA CARPINTERO SOLO O

 MATRIMONIO SIN NIÑOS

ARRIENDO NIDO DE LUJO


Piquiocioso tuvo conocimiento de la oferta y, rápidamente, cosa rara en él, se presentó ante el dueño de la mansión. Antes de que éste usara el pico, nuestro amiguito se presentó diciendo: 

—Soy el inquilino que usted busca. Soltero, sin compromiso, trabajador y, sobre todo, muy cumplido en los pagos. Además soy sincero, no fumo, no soy charlatán, no...
Tanto habló en bien de sí mismo, que desde ese día escasearon las virtudes. La presentación labiosa de Piquiocioso acabó por convencer al extranjero y, sin más averiguaciones, le arrendó el departamento en tres lombrices contantes y sonantes.

Sacando fuerzas de su vagancia, el haragán consiguió abonar el precio pedido y pronto estuvo pavoneándose en su lujosa vivienda. En poco tiempo, aprovechando la primavera, su plumaje y sus cantos, Piquiocioso se convirtió en el ídolo de muchas pajaritas. Ellas facilitaron su vida de hippie, pues con el objeto de agradarle, cada una le proporcionaba el mejor manjar que podía obtener. Piquiocioso llevaba una vida de príncipe.

Así pasaron varios meses, pero el día menos pensado, sin atinar defensa, se dejó atrapar  por una hermosa damita llamada Piquibella. De este matrimonio nacieron tres simpáticos polluelos. Afortunadamente, el nido arrendado disponía de varios dormitorios y en ellos se instalaron los herederos.


Al ir creciendo, los tres polluelos se convirtieron en tres pilluelos. Sí, hacían diabluras.

En una ocasión, cuando los tres hermanos tomados de las alas patinaban velozmente por el corredor, no pudieron detenerse el momento en que su madre salía del dormitorio a la sala... ¡zas! ¡pum! Fue una catástrofe. Los tres hermanos se estrellaron contra el gran ventanal; un rocío de vidrios cayó sobre la sala cubriéndola de nieve, mientras las avecitas inquietas se retorcían contra el piso. Afuera, la luna reía burlona con su boca de plata.


¿Y su madre? ¿Dónde estaba su madre? ¿Qué le había ocurrido? Las únicas señales de ella se despedían emplumando el aire. 


Angustiados la buscaron por toda la casa, bajo las sillas, las mesas, las alfombras... nada. De pronto, sobre sus cabezas, y muy cerca del ventanal roto, los pequeños escucharon un aleteo quejumbroso. Al levantar la vista, con asombro descubrieron a Piquibella clavada en el techo. Los carpinteros intentaron trepar  por la cortina para ayudarla, mas lo único que lograron fue desgarrar la tela espumosa y blanda. Sin darse por vencidos, se agruparon para decidir la manera más efectiva de bajarla, pero cuando a uno de ellos le vino una idea luminosa, el cuerpo pesado de su madre la apagó, aplastándolos contra el suelo. El castigo no se hizo esperar. Piquibella —que de bella ya no tenía ni el pico— armada de un plumero propinó una tunda a sus pilluelos.



En otra ocasión, mientras las ranas rendían culto a la lluvia con sus voces remordidas, los pequeñuelos no resistieron el deseo de ensayar su oficio. El pajarito menor, un diablillo que lucía un pico largo, largo, imaginó que era Picasso y, sin pensarlo dos veces, con el esmalte de uñas de su madre embarró la fachada y los interiores. Al mismo tiempo, sus hermanitos, maestros del berbiquí, martillaron incesantemente los picos sobre las paredes del inmueble, llenándolo de viruelas. Tantos huecos hicieron estos oficiales mayores, que su padre, sin distinguir la entrada del nido, se quedó atorado en uno de ellos. Cuando Piquiocioso logró salir de ese enredo, sus hijos disfrutaban el sueño angelical de la niñez.

Entre tanto, Gringopico gozaba de las cuantiosas entradas producidas por sus propiedades en arriendo. Ellas, en su viaje de negocios y, por supuesto, de placer, le habían costeado los mejores hoteles, los recorridos turísticos y gastos de toda índole. Cansado de tanto disfrutar, el pajarito rico decidió volver.

Así, una mañana fría de otoño, en el vuelo procedente de Yanquiave, retornó Gringopico. El mister, apenas llegó, antes de bajar sus maletas y saludar con los suyos, corrió en busca del inquilino y la propiedad. Al primero lo encontró atareado en sus ronquidos.

— ¡Mi propiedad! ¿Qué ha hecho Ud. con mi propiedad? —gritó desconsolado el extranjero al mirar la destrucción.

Piquiocioso despertó sobresaltado. Cuando trató de articular palabras en su defensa, Gringopico le cortó diciendo: 

— Ud. desocupa mi departamento o le demando en la Oficina de Inquilinato.

— ¡Pero señor, mis hijos, mi esposa! 

— ¿Hijos? ¿Esposa? Yo arrendé mi propiedad a un pájaro solo y no al Director de la Casa Cuna.

— Pero... pero... 

— No hay ningún pero que valga. Si hasta las dos de la tarde no ha desocupado el nido,l o haré desalojar con la policía.

El plazo dado por el propietario se cumplió y como el inquilino no había hecho nada por desocupar  el departamento, aquel acudió a las autoridades.


A las seis de la tarde, el Comandante Lechuza y varios gendarmes, sin hacer caso de las súplicas de Piquibella ni del llanto de los polluelos, arrojaron las pertenencias de la familia en medio del pasto. El pájaro rubio, muy satisfecho, ordenó de inmediato la reparación de su vivienda.

Afuera, en tanto que el viento hacía crujir las ramas y la lluvia helaba los troncos, Piquibella, desesperadamente trataba de cubrir a sus hijuelos. Todo era inútil: el frío les carcomía sus plumas. Por ello, la pajarita dejó escapar una lágrima tibia y amarga que se deslizó sobre su pechera de terciopelo.

Más distante, cabizbajo y solitario, Piquiocioso escondía su vergüenza bajo la hierba entunada.

Fue una noche interminable y triste para esa familia obrera. El que más sufrió, sin duda, fue Piquiocioso. Toda la velada la pereza paseó burlona por su mente alada. El reclamo interior se entrecortó punzante en la inutilidad de su pico, encendiendo una decisión rabiosa. Al amanecer, nació un nuevo Piquiocioso.

AI despuntar el alba se dirigió hacia un hermoso pino y en él repiqueteó su martillo incansablemente.

En breve estuvo terminando el dormitorio nupcial y las piezas de los niños, la sala, el comedor y todos los servicios. Con ímpetu incontenible alcanzó una estrella y en ella se apoderó de cristales jaspeados que resplandecieron luego en sus ventanas. Su entusiasmo no quedó allí. Piezas de raso musgoso y retazos de niebla conformaron los cortinajes y el parqué del piso brilló más que el sol.

Gozoso, bajó a comunicar su obra a Piquibella que aún dormitaba entumida y triste.

Al escuchar la buena nueva, la alegría abrió el pico de todos en carcajadas desiguales. Reían la dicha de poseer su casita propia y un padre trabajador.




*Cuentos - Colección Premio. Subsecretaría de Cultura del Ecuador. Cuentos premiados en la concurso del Diario "El Mercurio" de Cuenca en 1974. Ilustraciones: Nelson Jácome. Ministerio de Educación y Cultura, 1982





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